Degenerados

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Uno de los grandes momentos secretos del arte moderno sucedió hacia 1933, en casa de Joseph Goebbels. El ministro de Propaganda del Reich le había encargado la reforma de su piso al arquitecto Speer, siempre servicial, y para celebrarlo invitó a cenar al jefe máximo, tan aficionado a todo lo que tuviera que ver con la arquitectura y con las artes. Me he enterado de la historia hojeando el catálogo de la exposición sobre el Arte degenerado que acaba de inaugurarse en la Neue Galerie, ese museo tan hospitalario como una residencia particular -una residencia de millonarios cultivados- que está en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 86, justo a medio camino entre el Metropolitan y el Guggenheim. La especialidad de la Neue Galerie es el arte austríaco y alemán de las primeras décadas del siglo XX. En él pueden verse, entre otras maravillas, los dibujos eróticos de Gustav Klimt, en una sala siempre medio en penumbra.

Llegó Hitler a casa de Goebbels y todo parecía ir muy bien. Aprobaba sin reservas todo lo que hiciera Speer, su joven arquitecto de cámara, que como era de buena familia encontraba a los nazis un poco ordinarios, aunque eso no le llevaba a disfrutar menos los halagos que procedían de ellos, y menos aún los encargos cada vez más cuantiosos que no dejaban de hacerle.

Entonces Hitler se quedó parado delante de un cuadro y Goebbels dedujo, por la expresión furiosa de su cara, de que había cometido un error tremendo. No uno, sino varios. Goebbels había decorado su casa con cuadros del extraordinario Emil Nolde, que aparte de ser uno de los maestros del expresionismo alemán era también un nazi entusiasta. A Hitler,  Nolde, por muy nazi que fuera, le parecía lo peor: uno de los ejemplos mayores de ese arte  moderno que él despreciaba, y que era una prueba más de la decadencia cultural de Alemania, envenenada por los judíos y sus secuaces.

Al día siguiente Nolde estaba en la lista negra, y Goebbels denunciaba en público, con amnésica sinceridad,  su pintura repulsiva y decadente. A Nolde no le le pasó nunca el disgusto, aunque tampoco la fe en el nazismo. Como le prohibieron comprar óleos y lienzos pasó el resto de su vida dibujando acuarelas asombrosas.

Emil Nolde, 1915, Die Grablegung
Emil Nolde, 1915, Die Grablegung